La 65, un paseo en buseta


Al momento de subir, me topo con Bugs Bunny, es un sticker grande pegado en la puerta. El conejo está vestido como gogotero, lleva pantalones anchos, gorra para atrás, camiseta XXL y posee una mirada de malo. Arriba de él está su clásica frase: ¿qué hay de nuevo viejo?

Mientras pago el pasaje, el conductor va anunciando a todo pulmón: “Venga, Urdesa, FACSO, Miraflores”, ya que en Guayaquil existen dos buses con recorridos distintos que tienen el número 65, y nunca faltan las personas que se confunden y suben a la buseta equivocada.

La ayudante del chofer -que se encarga de cobrar los 25 centavos- dice: “A ver suba, suba rápido”. Avanzo lentamente. La entrada se congestiona por la llegada y salida de pasajeros. Debes empujar hasta llegar a un lugar donde haya aire para respirar, o, en las mejores circunstancias, hasta encontrar un asiento libre. “Siga, siga que al fondo hay puesto”, vocifera el chofer poniendo nuevamente el pie en el acelerador. “Pero a donde si ya no hay espacio. Usted ya no pare que no entra gente”, le contesta una señora, mientras que otra chica, indignada, dice en voz alta: “Qué, en el techo quiere que vayamos”.

Voy de pie en la parte trasera del bus, hay varias personas que también les tocó viajar paradas. No es nada fácil, si crees que los trapecistas hacen grandes acrobacias, no conoces a las personas de los buses; luchan con el equilibrio en un piso inestable, pasan por pasillos que son más angostos que sus cuerpos, con una mano se sujetan para no caer y con la otra cargan sus bolsos, mochilas, carteras o fundas, si es que no llevan un bebé en brazos.

Luego de que algunas personas se bajan, logro sentarme junto a una ventana. El paisaje es una avenida transitada por conductores enojados y peatones despistados, mientras que el sonido es un vallenato proveniente de los parlantes, que declara: “Por eso traigo cuatro rosas en mis manos, una por cada tristeza que te he causado”, de Jorge Celedón.

En la línea 65 se escucha, casi siempre, la estación La Otra, 94.9 FM. Por la mañana sintonizan el programa: Con las sábanas al aire. Y durante la noche: Cuando los acordeones lloran.

En el espaldar del asiento que está al frente mío, hay varios garabatos sin sentido alguno, parece que quisieron crear una obra de arte urbano, pero lo que en realidad hicieron fue rayones que me recuerdan a la caligrafía de los doctores. Junto a uno de los garabatos se percibe el dibujo de un corazón que lleva escrito por dentro: Bryan y Mafer.

Mucha gente toma el bus para dirigirse a sus trabajos o a sus clases en la universidad. Algunos van uniformados. Otros no se preocupan por verse elegantes y sólo cargan camisa y pantalón, pero la mayoría viaja con el cansancio en el rostro. Pienso que por eso deciden mirar por la ventana. Hay ciertos osados que no resisten y optan por echarse a dormir con la cabeza pegada al vidrio, o colocando los brazos en el asiento delantero, para luego acomodar la cabeza hacia abajo. Incluso están los que cierran los ojos por varios segundos mientras van de pie.

Los hombres que ceden sus puestos a las mujeres son escasos. “Ya no hay hombres, ya no hay caballeros. En mi época sí habían hombres de verdad. Ahora te pueden ver con las tripas afuera y se quedan ahí sentadotes. Hasta te buscan (y se casan) para que tú los mantengas”, dice una señora mayor con lentes y monedero de lentejuelas que está de pie. Aunque después pudo sentarse, continuó maldiciendo a los caballeros del siglo XXI debido a que su nieta, de casi 20 años, viajó parada.


Nuevamente voy al final del bus, mi recorrido es largo y no pienso bajarme pronto, pero la situación del señor que está cerca mío no es la misma. Desde atrás va gritando: “pare, por favor”. Avanza con dificultad entre la gente. El bus continúa rodando. “¡Oiga pare pues!”, dice exaltado una vez que llega a la puerta. Se baja y en ese momento sube un joven comerciante.

“Buenos días damita y caballero, tengan un cordial saludo de parte de quien les habla, mira no vengo a molestarte ni mucho menos a incomodarte, sólo vengo a ofrecerte este nuevo y delicioso caramelito de fresa que ha salido a la venta. Pasaré por sus asientos esperando que me lo reciban sin ningún compromiso, mostrando su educación y su cultura”, dice el joven de piel oscura que lleva un jean gastado con huecos. Pasa puesto por puesto entregando 5 caramelos. Algunos aceptan, otros niegan con la cabeza. Al ver su gorra y su camisa larga, noto un parecido con el sticker de Bugs Bunny. Por su sonrisa a medias, parece que logró hacer una buena venta. Se retira sin pagar pasaje, no sin antes agradecer a sus compradores.

A pesar de que en el bus se puede subir cualquier persona, la gente no teme en sacar sus celulares BlackBerrys ni sus dispositivos para escuchar música; puede que las dos cámaras de seguridad (que llevan un adhesivo que dice Control Total) les transmitan confianza, ya que, según el adhesivo, graban en audio y video. Una se encuentra ubicada junto a la ventana del chofer, vigilando la caja de madera donde coloca el dinero, y la otra está en el techo apuntando hacia los pasajeros.

La verdad es que viajar en el transporte público no provoca terror, sin embargo, escuchar algunas conversaciones sí puede causarte cierto recelo; como me sucedió con las personas que se sentaron en el asiento de atrás. “Yo la amo, pero no la respeto”, decía un señor; era mayor, flaco y tenía una gorra negra que le cubría la mayor parte de la cara, llevaba el brazo sobre el hombro de la chica que iba junto a él. Continuó hablando: “el hombre primero la insulta, luego le pega y después la mata”.

Al principio pensé que ellos eran pareja y que, en cualquier segundo, él sacaría una navaja y cometería un homicidio a mis espaldas, pero después me di cuenta que estaba equivocado, gracias a que la chica exclamó: “tienes que tomar una decisión ya, Ronald, no puedes andar ahí jugando con las dos; o es tu esposa, o es Maritza”.

Mientras hago anotaciones en mi libreta sobre la conversación de la No pareja, un señor de cabello blanco y espalda ligeramente encorvada se sienta junto a mí, observa lo que estoy haciendo y me pregunta: “¿cómo puede escribir aquí si el bus va soplado? Lo miro sin decirle nada; es cierto, a veces viajar en buseta me recuerda al transbordador, ese juego que uno se subía de niño en la playa y que actualmente se lo encuentra en el Malecón 2000. Nunca sabes cuándo el bus dará un frenazo o girará bruscamente en la curva de algún puente.

1 comentario:

  1. Se podría escribir uno de estos a diario, hasta por horas... Con tantas historias que habría por contar. Eso hasta que ocurra lo del final, entre Tarantino, se aproveche y haga una película.

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