Cerca de Morir

Cuando estás en un sitio y de la forma más repentina, apareces tirado a 20 metros del lugar donde te encontrabas.


Por obra y gracia de la mala suerte, se nos había ponchado una llanta por segunda vez en la misma noche. Así que no teníamos más llantas de emergencias. Era la madrugada del sábado 16 de abril de 2011. Llovía un poco y estábamos botados en la Vía a Samborondón. Era una situación extraña.

Dentro del carro estábamos 5 personas: Johnny, Daniel, Belén, mi novia Andrea y yo. Johnny llamó a su mamá, le contó lo que sucedió y ella se dispuso a traernos una llanta. Teníamos que esperar 20 minutos o más porque la ayuda venía desde la ciudadela Puerto Azul, al otro extremo de donde nos hallábamos.

Ninguno se sentía nervioso, sin embargo, sabíamos que no era muy seguro estar allí. Pensaba que algún ladrón podía aparecer en cualquier momento. Johnny se bajó del auto para quitar la llanta abollada y no demorar en poner la otra cuando llegara su mamá. Yo también me bajé para ayudarle, aunque lo único que hice fue sostener el paraguas para que él pudiera desenroscar los pernos con facilidad. Nadie más se bajó; Daniel estaba dormido, y Belén y Andrea no querían mojarse.

Johnny permanecía agachado, estaba desajustando el segundo perno, mientras yo me hallaba de pie, observando en todas las direcciones; tanto por los ladrones como por los conductores imprudentes.
El carro estaba estacionado a la derecha, casi tocando la vereda, teníamos las luces de parqueo encendidas y colocamos el triángulo rojo a su debida distancia. Fuimos muy precavidos.

De repente, escuchamos dos carros que pasaron a nuestras espaldas como si fueran de la película Fast Five (Rápido y Furioso 5), se trataba de un Aveo gris y una camioneta de la policía, inmediatamente Johnny se paró, ambos miramos cómo se alejaban los vehículos, y al rato dijimos: “Típico son ladrones”.
Este pequeño suceso no duró más de cinco segundos; cuando Johnny se volteó para seguir con el trabajo de la llanta, me agarró del brazo y gritó: ¡Cuidado!

Sólo pude ver dos luces blancas de reojo, y en seguida todo se tornó blanco y negro. No había ninguna imagen. Eran puras rayas que iban y venían. Tenía los ojos cerrados. En ese momento sentía que flotaba, y luego mi espalda estaba limpiando la calle llena de piedritas.

Lo único que pasaba por mi mente era que eso no podía estar sucediendo. Que era un simple sueño del cual pronto despertaría. Y así fue. Desperté en la mitad de la Vía a Samborondón. Lo primero que hice fue sentarme y ver si venían más carros, por suerte estaban lejos. Rápidamente me toqué la cabeza, la cara, los hombros, pero no tenía nada. La ropa no se había rasgado.

Casi de inmediato escuché a Johnny gritar. Él se encontraba tirado cerca de la vereda del mismo lado que estaba su carro. Tenía sangre en la cara y en los brazos. El carro también estaba chocado a un costado. Intenté pararme para ayudarlo, pero mis piernas no querían caminar, me arrastré hasta llegar a él, mientras veía que mi novia y mis otros 2 amigos se acercaban corriendo hacia nosotros.

No sé con exactitud a cuanta distancia fuimos arrojados, pero calculo que el carro nos empujó unos 20 metros, o más, y nos elevó 2 metros. Cuando me acerqué lo suficiente hasta Johnny, le pregunté si podía sentir y mover cada parte de su cuerpo, a pesar de los raspones, la sangre y los dolores su respuesta fue afirmativa.  

Yo empecé a mover los pies de un lado al otro para mostrarles a mis amigos que sí sentía las piernas; pensé que por el terrible impacto que acababa de tener era normal que no pudiera pararme, así que no me preocupé. Pero el frío nos estaba matando a Johnny y a mí, comenzamos a temblar sin control.

Los guardias de la ciudadela Biblos se acercaron y varios conductores se detuvieron para ayudarnos, uno de los guardias trajo un encauchado para protegernos del frío, le dije que lo ponga encima de Johnny. Andrea estaba arrodillada abrazándome para que dejara de temblar, pero el frío que me invadía era desmesurado.

Luego ella llamó a la mamá de Johnny por celular para contarle lo ocurrido. Su hijo también cogió el teléfono y le dijo que todo estaba bien, que por favor manejara con cuidado. Cuando ella llegó se encontraba muy tranquila, en ningún momento perdió la calma.

También aparecieron dos patrulleros de la CTG, los oficiales nos pidieron que narremos lo que sucedió. Mientras yo les contaba a los vigilantes cómo pasó todo, mis amigos fueron a recoger nuestras pertenecías al carro, y a pesar de cerrarlo con seguro, a mi novia se le perdió el celular.

Teníamos un poco más de media hora tirados allí y la ambulancia no aparecía por ningún lugar. A dos cuadras podíamos ver una clínica, pero nada de la ambulancia. Algunos dieron la idea de trepar a Johnny a un carro y llevarlo para allá, pero como le chorreaba mucha sangre de la cabeza, pensamos que lo mejor era no moverlo.

La espera se volvía eterna y el frío hacía que mi cuerpo tenga vida propia porque se movía excesivamente sin que yo pudiera hacer algo al respecto. De repente apareció una señora con su cara entristecida  por la escena que estaba observando; tenía una manta gris y una toalla celeste en sus manos, y de la misma forma que llegó, se marchó, nadie la vio, nadie supo de donde salió ni hacia donde partió, pero esa toalla celeste fue el mejor obsequio que me pudieron haber dado en aquel instante. Todavía conservo la toalla.

Los bomberos llegaron antes que la ambulancia, y eso que su cuartel estaba lejos de donde había ocurrido el accidente. Hicieron retroceder a todos los que se hallaban a nuestro alrededor para acercarse y atendernos. Les dije que yo no tenía nada y que ayuden a Johnny primero; le pusieron un collarín y lo estaban pasando a una tabla de madera cuando, en ese momento, apareció la ambulancia y lo subieron inmediatamente a ella.

Lo preocupante es que un tío de Johnny –uno de los primeros en llegar al lugar de la desgracia– tuvo que ir hasta la clínica para traer la ambulancia.
Un bombero me dijo que me pare,  al intentarlo, el dolor en mis pies fue infernal. Me alzaron el jean y se toparon con que tenía una pelota en el tobillo derecho. También me subieron a la ambulancia y fuimos directo a emergencias.

Cuando estaba acostado en una pequeña habitación de la clínica, a mi novia se le bajó la presión y le hicieron oler alcohol para reanimarla. Luego me dijeron que llame a mis padres, pero yo me negué. No quería llamar porque ese mismo día por la noche, mi hermano se iba a casar por la iglesia.

Me insistieron mucho y no me quedó más remedio que llamar. Mi mamá recibió la llamada que toda madre teme contestar, esa que le dice que algo le ocurrió a uno de sus hijos. Según yo no se preocupó mucho porque cuando me la pasaron al celular le dije que estaba bien, que sólo tuvimos un problema con el carro.  En pocos minutos llegaron a la clínica mi papá, mi mamá y mi hermano.

Creí que ya no vendrían más  dolores siniestros, pero tocó el turno de hacernos el chequeo general y la radiografía. Pienso que toda la clínica escuchó los insultos que Johnny y yo proferimos. En el cuarto de las radiografías me dijeron que ponga el pie muy recto, que lo mantenga inmóvil. Pero me era imposible colocar el pie recto, el dolor hizo surgir de mi boca una orquesta de malas palabras.

De regreso en la habitación, junto a mi familia y mi novia, el doctor diagnosticó ligamentos y tobillo derecho rotos. Dijo que tenía que operarme, que no entendía cómo el hueso no se salió de la piel.

¡Yo no sé por qué no me pasó algo más grave! –Pensé en ese momento-.
Salí de la clínica después de 4 horas. Con el tobillo enyesado y en silla de ruedas. Me operaron después de 11 días porque mi tobillo estaba demasiado hinchado.
Todavía ando con muletas y Johnny sigue con sus medicamentos para los mareos.
Y como es costumbre en Guayaquil, el causante del accidente nunca fue encontrado.

Placa de metal con seis tornillos en mi tobillo derecho.

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