Se puso nervioso, y más aún cuando vio que la gente comentaba, en Facebook
y Twitter, que pronto habría un sismo en Ecuador; así que decidió llamar a su
mujer, Amanda, que se encontraba en otra ciudad. Antes de terminar de marcar el
número. Sucedió.
No fue un sismo cualquiera, esto se convirtió en terremoto. Su
departamento se sacudió bruscamente. No sabía si pararse bajo el marco de la
puerta como siempre le había dicho su abuelo, o, si acostarse alado de la cama
como vio en un mail que le enviaron meses atrás.
Antes que pudiera tomar una decisión, su departamento, que era el
cuarto y último piso, se convirtió en planta baja.
Repisas, muebles y paredes se derrumbaron. De escuchar gritos y
lámparas cayéndose, Joaquín pasó a oír nada; veía oscuridad. No sabía si tenía
los ojos abiertos o cerrados, y a pesar de sentir todas las extremidades del
cuerpo, no podía moverse. Pedazos de concreto lo rodeaban completamente. Optó
por gritar. Gritaba como si quisiera expulsar su alma por la boca.
Después de 30 minutos, seguía sin oír otro sonido que no fuese su voz.
De repente, su celular sonó. No sabía dónde estaba, pero lo escuchaba cerca.
Quería girar su cabeza, pero no pudo mas que mover sus ojos.
Decidió mover uno de sus brazos sin importarle el dolor. Luego de
varios intentos desesperados, logró desprender su brazo izquierdo de un pedazo
de ladrillo.
Buscó el móvil rápidamente a ciegas entre los escombros; en el momento
que lo tomó, dejó de sonar. Y al presionar el trackpad (botón principal) se dio cuenta que, por la foto de fondo
de pantalla, ese no era su celular, sino el de un inquilino del segundo piso,
cuya llamada perdida, era la de Amanda.
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